Abrir la alas y volar... volar lejos de aquí, lejos de mí, lejos de todo, hacia el cielo infinito, enorme, tierno y compasivo...
Abrir las alas y volar, volar, ascender rauda y velozmente al cielo...
Se me abre el corazón y salen a borbotones todos los dolores que en esta vida y todos mis ropajes he acumulado...
Sí, se me desgrana el corazón y vuelo... al fin libre, vuelo al amor último.. al cielo infinito...
Que sean mis lágrimas y mis contracciones musculares involuntarias las que me hagan ir más lejos, más alto, más allá, más arriba... Suspiro y me alzo con las manos en esta tierra ridícula que no sería quien es y no tendría razón de ser sin ese cielo infinito que nos reúne en sus alas...
Yo, un cisne más, me apresto a alcanzarlo... mientras me deshago en lágrimas y me hago inmortal momentáneamente.
(Hablo, especialmente, de lo que me produce la pieza magistral de Tchaikovsky en el minuto 4'23'' -y hasta el minuto 4'58''- con una orquesta bien montada y sin más que mis manos en el teclado y mis ojos cerrados... no sin antes haber escuchado todo el dolor y el pesar por los que puede pasar el corazón, en los minutos previos a ese punto del concierto. Ignoren la película, la orquesta de esta banda sonora es la orquesta que, con pasión y sabiéndose criaturas divinas que conforman un todo sublime, me arrebata hasta las lágrimas...)
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