31 ene 2010

Diez metros de caoba. Parte dos

Munido del desparpajo que caracteriza a los irreverentes, luego de superar el temblor que se produjo en su rodilla de sólo imaginar lo que sería rematar el recorrido de sus labios por la espalda de ella, y superada con creces la necesidad de comer por las ganas de arremeter contra aquella estatua hermosa de negras pestañas, se decidió a todo. Con todos los riesgos.

Colocó la copa en la mesa con todo cuidado y la miró fijo a los ojos a través de los diez metros de pulida caoba que los separaba. Ella, percibiendo una idea bullente en su cabeza, se enderezó en la silla, espectante, serena pero ansiosa.

Y sin despegar la vista de ella, de un sólo brinco, se incorporó lentamente sobre la mesa. A sus pies habían quedado la comida que había perdido todo interés para él. Con toda calma se inclinó a recoger la copa de vino y se volvió a erguir para, sin ninguna prisa y con una cadencia muy propia, y algo de aires de quien se sabe victorioso, avanzar hacia ella.

Sin poder despegar sus ojos de él, magnetizada por todo el despliegue imperceptible de minúsculas afirmaciones que él hacía con cada paso que hacía ella daba, decidida a analizar el momento pues de nada valían las especulaciones o las suposiciones, dejó a un lado su tenedor y apoyó su mejilla, insolentemente, en la mano que acompañaba al brazo acodado en la mesa.

Sin nunca soltar la copa, sin jamás dejar de verla, justo detrás de las copas de agua y vino de ella, se acomodó nuestro individuo. Acostado sobre su costado derecho, la cabeza recostada de la mano que descansaba sobre la mesa, la copa en su mano izquierda que, suavemente, mecía el líquido púrpura a centrímetros de su nariz, parecía ajeno a la estatua de marfil y ébanos cabellos que tenía a menos de cincuenta centímetros de sí. Olfateaba el bouquet de su preciado elixir mientras ella, desconcertada y con todos sus sentidos despiertos de un sólo cachetón, observaba su delicado ritual para tomar el vino, su cuidada masculinidad exaltada y escondida por su traje y su impacable gusto para escoger hasta el zapatero que lo calzaba.

Absorta como estaba, oyó que le decía "vamos, come. No quiero que pierdas tu apetito sólo porque yo perdí el mío por tí". Ella, lentamente, volteó a verlo y descubrió que él seguía meciendo el vino, ojos cerrados, absorbiendo sus perfumes.

Habían sido segundos, fracciones, quizás, y ella había pensado que habían transcurrido incómodos minutos de silencio y mútuo acecho. El hambre se le había transformado en un mariposeo atormentante. Sin querer expresamente contravenir sus recomendaciones, pero haciendo uso de su insolencia y orgullo, alejó el plato unos centímetros de sí y se le quedó viendo fijo hasta que él dejó de menear el vino en su copa. El peso de la mirada de ella pudo más.

A medio metro de caoba entre sí, sin proferir palabra, se podían oir las respiraciones de ambos. La vena en el cuello de él latía como potro en corral. La vena, en el cuello de ella, disimulada por un abrigo de cuello alto, latía a una frecuencia no determinable. Cada uno esperaba que el otro actuara...

... y mientras, cada uno iba haciendo cálculos de lo que podría seguir, en función de los gestos, las miradas y la respiración del otro. Y lo que podría llegar a ser ese otro, merced de las pasiones mútuas, las hormonas y la suave textura de esa cálida mesa de caoba.

2 comentarios:

Gael dijo...

Eres una cosa seria... segunda parte del relato y todavia mantienes a la expectativa, con 50 centimetros entre ellos...

Me gusta!!!! Yo quiero mas relatos del ese tipo...Te quedan muy bien!!

Besos, Lu.

Anónimo dijo...

Hola Lulu!
y sip... estoy emocionada... ya solo te falta la parte 3
cuando la caoba deje de existir entre ellos y ya no sean solo calculos sino verdades
abrazos

=)