3 oct 2009

Carlota

Es que cuando a Ramiro se le dió por llegar tarde a cenar, Carlota supo, inmediatamente, que algo de lío de faldas tenía todo aquello. Primero fue un día que llegó tarde. Ligeramente tarde. Luego se hizo rutina que un par de veces por semana, cualquier día, no llegara a casa a cenar. La excusa no era siempre el trabajo: a veces eran socios que venían a firmar un documento, a veces eran antiguos colegas que le brindaban un trago, a veces era otra cosa. Ella todo lo sabía, no había otra razón.

Luego de un tiempo, ya era rutina que no le dejara la cena preparada. Ni siquiera en la nevera. Ramiro no cenaba en casa. Y ella sabía por qué era así: se iba a buscar en brazos de aquella o aquellas otras lo que ella, por decisión personal, no había querido darle más.

Hasta que no tomó aquella decisión, Carlota había sido, como muchas mujeres casadas, víctima de "las obligaciones del matrimonio" y, al menos una vez a la semana se veía obligada a complacer a su esposo. Fueron horas, que sumadas hacían días. Y días que, a su vez, si los sumaban, hacían semanas. Semanas que juntadas se convertían en meses, que a su vez hacían años. Años de "cumplir con el deber" de toda mujer casada. Casada con un ser que a ella le parecía abyecto, egoista, mentiroso.

Y Ramiro no siempre había sido así. Ella lo recordaba alto, con sus cabellos lacios, negros, su uniforme, su orgullo por la patria que juró defender. Siempre amable, siempre atento, siempre caballeroso, siempre cordial, siempre dispuesto a complacerla en cualquier capricho que pudiera otorgarle a ella, su "reina". Y luego de que pidió la baja para ocuparse de los negocios de su padre, crítico enemigo de su decisión de ascender peldaños en la marina de su país, se mantuvo igual: cordial, amable, atento, decoroso, orgulloso de su país y su gente, con ánimos infatigables y un deseo de partir, cada fin de semana de por medio, a buscar la playa, a nutrirse con el mar, a llenarse el pecho de salitre y paz.

Ella era, por la época, una menuda paloma que volaba feliz en el cielo infinito que él le dibujaba. Sus largos cabellos castaños eran el delirio de Ramiro y Carlota lo sabía. Así que gustaba de inventar moños, para recogerlos, que fueran muy fáciles de desatar. Es que nunca se sabía con Ramiro. Esa mezcla de eterna aventura y absoluta certeza de que con él nada podría salir mal, fue lo que terminó de enloquecerla y lo que le hizo desear, ardientemente, que la hiciera suya por siempre. Y el día que él le propuso matrimonio, a bordo de un botecito, mientras recorrían una pequeña distancia para llegar a otra playa, ella sintió que su vida no podría ser más completa.

Pero sí lo fue. Se completó dos veces más, justo cuando pensó que ya eso era el máximo de dicha y felicidad que pudiera tener jamás. La primogénita vino a iluminar el rostro de ambos y a hinchar, con orgullo nutrido, el pecho de Ramiro, convertido en todo un hombre de negocios. Ante el nacimiento del pequeño, la dicha de ambos se expandió a la familia y la pequeña hermana cantaba de contento porque su hermanito era el bebé más lindo del hospital y su papá el mejor papá del planeta.

Y lo era. Al punto que Carlota no recordaba cuándo se instaló esa insidiosa sombra de lujuria en su matrimonio. Sólo sabía que ella era la culpable pues, de lo contrario, Ramiro no habría sentido la tentación de irse a la calle. Los niños exigían atención. Ella no quería dejarlos con institutrices ni nanas, aunque bien se lo hubieran podido permitir pues la posición económica que había alcanzado Ramiro era más que holgada. Carlota sentía que su deber como madre era cuidar de cerca de sus hijos. Tenía una cocinera y una ayudante para las tareas domésticas, pero Carlota quería enseñarles el valor de las cosas bien hechas y hechas por uno mismo. Ramiro la apoyaba pues tampoco quería criar hijos que creyeran que todo venía del cielo y, una vez a la semana, se sentaba con ellos a definir las actividades que realizarían la semana siguiente para poder percibir una mesada acorde a sus intereses y obligaciones.

Volviendo la vista hacia atrás, a Carlota se le estrellaban de lágrimas los ojos. Sus hijos eran toda su vida ahora y era la única dicha que tenía en su vida. Sus días estaban ocupados en velar por el orden y ornato de la casa, las tareas de los niños, sus ropas cuidadas y planchadas, el jardín inmaculado y organizar las comidas de sus dos ángeles, sus dos tesoros, como ella solía llamarlos.

Su vida como esposa se había hecho una serie de reclamos infructuosos, de discusiones amargas que habían terminado por inyectar, en ambos, mútuamente, todo el veneno posible: por el bien de los niños seguirían juntos pero Ramiro no renunciaría a su vida libertina. Y Carlota no cedería ni un ápice ante los caprichos lujuriosos de Ramiro, un ser vicioso que había volcado en las mujeres todas sus frustraciones familiares, laborales y afectivas.

Veinte años de matrimonio. Los querubines ya eran arcángeles. Carlota ya pintaba canas y Ramiro también. El pequeño estaba por terminar la secundaria y la única inquietud de Carlota era lograr que su hija estudiara una carrera universitaria que le gustara y le permitiera vivir independiente. Su consejo como madre y mujer fue implacable: nunca renuncies a tus sueños por ningún hombre, casado contigo o no. Los sueños se pierden y no los recuperas, se van y no regresan. Y si no son tuyos, otro los coge, los hace y los disfruta. Y tú te amargarás la vida entera. Así que, óyeme, mi bien, nunca renuncies a ningún sueño por ningún hombre en toda tu vida. Que te lo dice esta vieja. Su hija la oía, a veces con fastidio, a veces con atención. El discurso había sido pronunciado tantas veces, con tanta vehemencia a veces y aprehensión en otras, que a ella le quedaba clarísimo que su madre se lo decía por alguna razón pero, seguramente, era una exageración.

Y como tantos otros días, Carlota se levantó temprano a ordenar algunas cosas en casa antes de llevar a su hija para un examen de admisión, cuando oyó que la llamaban por su nombre. Salió a ver si veía alguien: podría haberse dañado el timbre. Ese no fue el caso. Dió una vuelta a la casa, a ver quién podría estarle gastando una broma. No encontró a nadie. Un poco confundida ingresó a la casa, se preparó un té de tilo pues creyó que era un asunto relacionado con sus nervios, y se sentó a esperar que su hija, frenéticamente, se alistara para salir.

Mientras su hija presentaba la prueba, a Carlota le daría tiempo suficiente de ir a hacer algunas compras, llevar dos trajes de Ramiro a la tintorería y comprar unos botones para una camisa suya. Y en esas estaba cuando oyó que alguien la llamaba, insistentemente, a sus espaldas.

Volteó para descubrir a un regordete, buenmozo, miope e insistente antiguo amor de su juventud. Era Julián, ahora convertido en el dueño de una cadena de mercerías en el país. Y era el mismo de siempre: atento a sus movimientos, pendiente de su más mínimo gesto, cortés y galante para con ella a pesar de que, por muchos años, ella rechazara tener una relación con Julián como no fuera la de estrictos compañeros y amigos.

La invitó a tomarse un café, cortesía que ella rechazó pues ya era hora de ir a buscar a su hija. Acordaron dejarlo para otra ocasión. A los dos días Julián la llamó para invitarla a cenar y ella, recordando las tretas de Ramiro, anunció que se iba a cenar con unas amigas.

Fueron horas de charla, actualización de vidas. Fueron confidencias en una taza de café al final y la casa de él, su nuevo apartamento tras el divorcio, para tomar un vino, tontear un rato y terminar tirados, palpando la textura del sofá del balcón que daba a las calles de Puerto Madero, recorriendo con cuidado y maravillamiento los cuerpos de uno y otra a la luz de un deslumbrante cielo de neón.

Fue así como Carlota, que por muchos años había aseverado ser la culpable del fracaso de su matrimonio, se había dado cuenta en ese instante, que poco tiene que ver lo que el otro haga: era ella la que decidía si seguía siendo fiel o no a su vida de mujer casada. Era ella la que decidía si salía o no con otros hombres, con tantos y tantos que ella había siempre rechazado. Hasta que llegó Julián. Allí se había dado cuenta, por culpa de una taza de café, que su vida era de ella y ella había sido siempre la dueña de sus acciones y sus gestos, de sus aprobaciones y sus condenas.

Y estaba cansada de tanto castigo autoimpuesto.

Una vez a la semana salía a cenar con sus amigas. Y siempre terminaba jugando con las pestañas y la espalda de Julián. Eran noches de regresar con tristeza a casa, de alegrarse de ver que todo estaba en orden en casa, de descubrir que ella era una mujer mucho más hermosa, más fuerte y más sabia que la joven paloma incauta que se había desposado con Ramiro.

Además de las cenas, inventó luego las noches de bridge y canasta. Su hija estaba estudiando y salía con un bohemio de Letras que era la angustia de Ramiro y la satisfacción personal de ella. El pequeño empezaba a buscar su propia vía hacia la educación superior y decidió que estudiaría contabilidad, para seguir con el negocio del papá.

Luego, además de las noches de canasta y bridge, y las cenas, surgieron visitas para hacer obras de caridad con las amigas. Una tarde y dos noches por semana, Carlota y Julián jugaban a descubrir entre las ojeras, las pecas, las patas de gallo, la calvicie de él y las várices de ella, los chicos tontos que fueron, los por qués de su rechazo tenaz y todo lo demás, aquello que los había hecho ser quienes ahora eran.

Fueron tiempos felices, hermosos, completos. Tiempos maravillosos para una Carlota que creía que nada podría ser mejor de lo que ya era.

Y un día Julián le propuso irse a vivir con él. Carlota, demudada, analizaba la propuesta: con su familia a punto de irse, su cornudo esposo machista entregado a los brazos de sus mujeres años ha, su matrimonio desmembrado desde hacía décadas, ¿qué derecho tenía ella a negarse un soplo de felicidad y algo de libertad? Acordó con él en que lo hablaría con Ramiro y luego le daría la respuesta.

Poco le importó a su esposo concederle el divorcio. Sus hijos, sorprendentemente, la respaldaron y la apoyaron en todo... sabían que su padre no era santo, bien que pintara lo contrario y nunca les hubiera fallado en nada. Ella, ligera de tantas cargas, como sólo puede serlo una mariposa, voló a la oficina de Julián con una rosa que tenía escondido un papelito donde le decía "Sí, acepto".

Fueron meses de papeleos, de repartir bienes, de ceder unas cosas y ganar otras. Las nuevas acciones de la compañía estaban a nombre de otros y no a nombre de Ramiro. Esa precaución, tomada de antemano por consejas de un amigo abogado, le libró de pagarle millones y millones de pesos a ella al divorciarse ambos. A ella poco le importó la abierta desconfianza y el excesivo celo de su esposo para con ella y con respecto a sus posesiones: ella era dueña absoluta de su vida, su destino, sus sonrisas, sus lágrimas, sus ideas y su cuerpo...

... y eso, bien valía la pena todos los sueños que había sacrificado en la caldera de las apariencias.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

tantos años juntos... si estuvieras en una situación similar, crees que valdrá la pena tomar la misma iniciativa que tomo Carlota?
que dificil!

la caldera de las apariencias, cuanta verdad encierran estas palabras...
mil abrazos Lulú
=D

Lulu dijo...

Ana:
No sabría decírtelo porque Carlota es tantas mujeres que no son yo...

Pero en mi pequeña vida, alguna vez, tiempo atrás, hice como Carlota y dejé todo atrás para comenzar de nuevo.

Y sólo puedo decirte que quien lo hace sinceramente, con el corazón abierto, no se lamenta de nada, jamás...

Mil abrazos para tí!!!